martes, 15 de noviembre de 2011

DOCE ROSAS

 
  Le entregó las flores y supuso que debía rescatarla de su castillo y prometerle que jamás se volvería a ir de su lado. Así estaba escrito el cuento cuando se dio cuenta de que él mismo fue el  rescatado.

 Ni falsas princesas ni maduros galanes cabían en aquella azotea peligrosa sino solo bajando a la orilla del mar y sentarse en la arena mojada escuchando aquel  nervioso silencio entremezclado con el sonido de las gaviotas y oteando la nada del horizonte lejano. Solo era un punto equidistante entre doce maravillosas rosas que fueron creciendo minuto a minuto hasta dar con el ramo más bonito jamás inventado.

  Y no…  no se trata de ningún cuento de hadas. Es la vida repleta de viajes peligrosos a lo largo de toda una eternidad aunque pareciese por momentos  un solo momento, el que dura la flor en madurar y ofrecer lo mejor de su belleza. Idas y venidas, risas y llantos, subidas y bajadas  de cualquier noria efímera en el tiempo donde se ven las cosas pequeñitas conforme te alejas y enormes cuando te acercas para abrazarte en la tierra y mirarla a lo lejos volver a girar sin ti.

 Observar desde la platea la ira de  montescos y capuletos  con una sonrisa bajo la lluvia, descubrir las profundidades de lo desconocido o ver los fuegos artificiales de la noche de San Juan mientras espinas van creciendo como brotes verdes que te hacen aferrarte a ellas y te presienten cada vez más seguro a cada pinchazo que recibes, ilusiones de primavera sueños de estío  esperanzas de otoño viendo las hojas caer a través de la ventana pasan las hojas de aquel calendario que nunca imaginaste. Pellizcos en la piel o tragos de ron azucarado para brindar por lo que sucede un día cualquiera sin pensar en ningún cuento de princesas  o balcones cerrados.
 
 Es ese reloj que no se detiene y marca las pausas, ese que nos distrae de nuestro sueño y aparece cuando menos lo esperas, el que te indica un día y otro el camino a seguir, el que te pide el último abrazo y te suplica que no te marches sin antes susurrarle la promesa de volver con un silencioso beso, ese, el que te indica donde estás ahora, de donde vienes y hacia que lugar vas siguiendo uno a uno sus minutos, contando sus minutos. Es ese reloj el que tiene la culpa de que todo esto no parezca un sueño sino ventana al viento y respirar hondo mirando al mar por cada hora que pasa.

 Doce palabras como doce rosas, una tras otra y aquí vemos como el río baja por su cauce, cuerpos tostados al sol o cenas a la luz de las velas, malentendidos o recetas con sal es la vida misma la que fluye por su camino sin estrella hacia donde nos llevará sino directa al mar que se ve a lo lejos, pero muy lejos si se quiere. No tenemos que subir difíciles escaleras que se abren o se cierran ante nosotros, ni escalar fachadas inimaginables ni esperar que la música nos arranque esa última lágrima, no es un cuento ni existen princesas, doce rosas con todas sus espinas que fueron creciendo minuto a minuto hasta crear el ramo más bonito.

 No, no se trata de ningún cuento de hadas, sino de la vida que te llama a cada minuto por ese reloj que nunca se detiene, que no te deja parar como aquel motor que se detuvo en aquella avenida y la princesa se le acercó…  porque eso solo sucede en los cuentos.   Aquella tarde un pajarito se posó sobre un hombro y le habló bajito al oído, qué sería la vida sin los pajaritos revoloteando sobre nuestras cabezas, qué habría sido de este cuento si aquella princesa no hubiese bajado a la orilla del mar a sentarse sobre la mojada  arena a escuchar aquel nervioso silencio, le habló de rosas, de sueños, le habló de espinas, de tiempo…  de escribir un cuento con cada minuto de su vida.

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