martes, 5 de febrero de 2013

LA NOCHE MÁS HERMOSA



 “Exhausto y atemorizado, vuelve a su época y le cuenta la historia a sus compañeros. Nadie cree en su historia, pero uno de los tertulianos habituales vuelve el día siguiente y ve cómo el viajero toma ciertas cosas  y parte hacia el futuro. Aquel hablante comenta que aquello ocurrió hace muchos años. Hoy en día, aún espera al Viajero para preguntarle acerca de su nueva aventura…" 

  Treinta y cinco años sintetizados en tan solo unas palabras,  besos, saludos y cómplices miradas salpicadas de nostalgia y envueltas de alegría. Cuando se produce un viaje de éstos a través del tiempo apenas puedes articular palabra, los recuerdos te ahogan y las imágenes adquieren una velocidad inusual, apenas existen minutos para medir en unos cuántos sueños las pocas palabras que te salen. Te bloqueas y apenas aciertas a ubicarte durante unas horas al lado de quien en otro tiempo compartió tantas cosas contigo.

  Deleite de imágenes grabadas apenas perceptibles vuelan a la velocidad del vértigo y apenas descansan durante unos minutos, imposible detenerlas, te superan y cuando quieres echarle mano ya se han vuelto a escapar de nuevo. Así de efímero es el tiempo.

  En un momento de la noche alguien me dijo  que aquella generación siempre había sido muy especial.   Mientras me lo decía noté como le brillaban sus ojos, noté el temblor de sus manos al sentirse incapaz de sostener en mi mirada todos aquellos recuerdos, sentí la fragilidad de su tono ahogado en la emoción irremediable de echar la vista atrás, pero también percibí la ilusión de haberlo vivido, de haber formado parte de ella y de estar en ese momento compartiéndolo conmigo.  Por eso era especial, le dije.

  No había sido el tiempo el causante de aquellas emociones acaecidas… sino la vida. Que nos guardaba para una noche mágica todo su contenido acumulado. Imposible de contar, apenas plausible  retratar un “como te va”, el camino trazado,  las experiencias vividas. No era importante, sino el saber que todos habíamos hecho por estar allí. Que habíamos acudido con la llamada de los años  a la cita de la vida.

  Nudos en la garganta mientras pasaban las fotografías de un tiempo que jamás se quiso parar, risas, anécdotas, sentimientos que se quedaron pequeñitos por la complicidad con que se había envuelto todo, el traslado a otra época, las paredes encaladas o una verja sin candado, el olor a tiza, antiguos profesores,  las aulas abiertas o fijarte sin querer en aquel compañero de al lado.

  Eran miradas perdidas en el tiempo las que sobrevivieron a aquella noche, un abrazo, una palabra y un recuerdo, el de haberlo vivido y haber estado allí para ahora contarlo y compartirlo, para recordarlo. La de direcciones que confluyen en un solo lugar, tiempo, todo el tiempo en un único y preciso momento, como esas velas que arriban y se unen como dos manos estrechadas en el reverso de una leyenda inútil de grabar, imposible de olvidar. La de tumbos que habrá dado la vida, y sin embargo, estábamos allí.

   Solo oía ecos, murmullos por doquier, sonrisas enajenadas, encanto y desencanto por no poder volver,  a veces me salía a fumarme un cigarrillo intentando detener el tiempo, cerraba la puerta tras de mí y  ya había alguien esperándome, sentía que la noche me lo impedía, una fuerza desconocida que actuaba de forma inevitable e  irremediable me decía que no se podía cambiar. Solo era el destino. Un punto de llegada.

  Al llegar a casa noté algo en el bolsillo de mi chaqueta;  en el silencio de la noche  y mientras aún retumbaban en mis oídos aquellas sonrisas  repletas de complicidad, aquellos gestos de cariño,  lo leí. Sabio no es aquel que lo sabe todo y enseña pero  entre todos me enseñaron algo más que a dejar de lado mi edad o mis problemas por unas horas, me ayudaron a recordar.

   He de decir que yo también aprendí mucho durante aquellas horas,  aprendí que a pesar del tiempo y de la distancia, todos los que aquella noche estaban allí, seguían siendo mis amigos.