jueves, 15 de noviembre de 2012

LOS PASOS DEL SILENCIO



      Seis millones de parados, casi cuatrocientos mil desahucios,  setecientos cuarenta mil millones de deuda,  doce millones de personas en riesgo de pobreza o exclusión social, doscientas treinta mil empresas cerradas desde que comenzó la crisis,  un paro juvenil del cincuenta y tres por ciento o una tasa de emigración en el último año de casi quinientas mil personas son razones más que poderosas para hacer una huelga, en España,  o en el país que sea. La huelga no solo es un derecho reconocido en la Constitución por todos los españoles sino que históricamente ha sido un  medio legítimo fundamental de los ciudadanos y de los trabajadores del mundo para la defensa, protección y promoción de sus intereses económicos y sociales. Y no hay nada más importante en la vida para una persona que su propio derecho a vivir de una manera justa, económica y socialmente. Hablamos de derechos, y hablamos de libertades, hablamos de la propia vida de las personas, del presente y el futuro de todo un país, en definitiva de supervivencia.


    Una huelga no debería ser nunca un fracaso o un éxito, una cifra o una estadística de electricidad consumida, una huelga siempre es el reflejo de una realidad. A mí no me importa si ha sido oportuna o inoportuna, si ha sido política o económica, justa o injusta, si quienes la han convocado han sido de izquierdas o de derechas,  si ha sido aceptada o ha sido rechazada, lo que verdaderamente me importa es que se ha producido, y se ha producido por algo.  No me importa si ayer la secundaron más o menos empresas o si fue mayoritaria o minoritariamente seguida por no sé cuántos trabajadores;  ayer vi a través de diversos medios, pero sobre todo a través de mis propios ojos, a cientos, a miles, a decenas de miles de personas manifestarse pacíficamente por las calles de todas las ciudades de mi país. Y eso sí que me importa.

    El noventa y cinco por ciento del tejido empresarial español son microempresas de entre cero y nueve trabajadores. Estoy seguro que muchos de esos trabajadores que ayer apoyaban la huelga ni siquiera tuvieron la oportunidad de ejercer su derecho a hacerla, posiblemente coaccionados o seguramente imposibilitados de una u otra forma, al igual que estoy seguro que muchos de esos trabajadores anoche formaban parte de alguna de las cientos de manifestaciones que tuvieron lugar. Seguramente no dijeran ni explicaran el porqué, porque no haría ni falta, porque estar allí solo era simbólico, un símbolo de solidaridad, un símbolo de justicia o tal vez un símbolo de esperanza. Miedo tal vez a que algún día formasen parte de los otros, los que obligados por las circunstancias no fueron esa mañana a trabajar sencillamente porque no tenían donde hacerlo ni aunque hubiesen querido.

    En ninguna de las huelgas generales de nuestro periodo democrático nunca ha ganado nadie y jamás ha cambiado  nada, las cosas siempre han seguido igual. Pero a partir de la de ayer, yo creo que ni siquiera las cosas van a seguir igual, sino peor.  Los antes y después de las huelgas son muy endémicos y con unas liturgias repetitivas hasta decir basta, si echamos mano de las hemerotecas veremos en todas las mismas disfunciones, éxito para quien las convoca y fracaso para quien las soporta, irreverencia maquillada de ironía pero lo suficientemente triste como para caer en la trampa de enajenarnos de lo verdaderamente importante y más triste aún cuando percibes que el argumento va lo suficientemente intencionado como para desviar la atención por unas horas para seguir por el mismo camino del desprecio y la sordina.

    La partitocracia en que hemos convertido a nuestra democracia no nos deja otra alternativa,  renunciar silenciosamente al escaparatismo político en el que estamos sumidos y reconquistar paso a paso el poder que nos corresponde a través de nuestros legítimos derechos. Revertir la situación es prioritario y asumir cada uno realmente el papel que le corresponda, ayer cada uno de los miles y miles de ciudadanos que salieron a las calles dieron prueba de lo evidente y de lo irrespirable que se ha hecho la actual situación. Son muchos los obstáculos y enormes las dificultades, la mentira sobre la que se sustenta nuestro estado de derecho se ha petrificado en el tiempo y sus guardianes se han acomodado, ayer los ciudadanos no hicieron una huelga general, manifestaron en la calle su opinión sobre su propio país, hicieron quizás solo una grieta, solo alzó la voz y dijo basta. Quizás solo fue un símbolo, o quizás solo un principio. No es cuestión de derechas ni de izquierdas.... es cuestión de supervivencia, o tal vez de libertad.


martes, 13 de noviembre de 2012

LA HUELGA


    Corría el año 1978, allá por el mes de Febrero, y el invierno estaba siendo bastante crudo. Las revueltas estudiantiles estaban siendo focos de noticia en todos los diarios y el runrún era cada vez más frecuente en los pasillos de las aulas y en la cafetería. Cuando salíamos al patio, veíamos formarse grupúsculos de cuatro o cinco compañeros todos comentando sobre lo mismo. La excitación era máxima. Todos intuiamos que algo iba a pasar.  Eran esos tiempos de apertura democrática donde empezábamos a levantar un poco, solo un poco la voz. Por entonces, corrió la noticia de que un estudiante universitario había muerto en unos incidentes creo recordar que en Sevilla, y eso nos hizo pensar que las cosas se estaban poniendo francamente mal. 

    Se convocó un paro general en todas las provincias a través de algunas coordinadoras de estudiantes, y se empezó a correr la voz por todo el instituto de que teníamos que apoyarla todos. Nos empezamos a organizar por cursos y después por clases. Nos reunimos en un bajo que un compañero tenía cerca del instituto y logramos preparar un manifiesto de apoyo, que después entre una pequeña colecta que hicimos pudimos fotocopiar en una librería cercana y repartir por todo el centro. Eran una especie de octavillas donde exponíamos de forma anónima nuestro apoyo a la huelga que había convocada.

   Aquellos momentos parecían bastante tensos, sentíamos las miradas desconfiadas de algunos compañeros que intuíamos no iban a estar de acuerdo con lo que pretendíamos. Todo aquello era nuevo para  todos, pero solo el hecho de hacer algo por pequeño que fuese aunque no tuvíesemos ni idea de para qué servía nos hacía sentirnos útiles y solidarios. Habían compañeros que se habían declarado en huelga y nosotros teníamos que apoyarlos como fuese. En realidad el motivo no nos importaba demasiado, solo la necesidad de apoyarlos ya era más que suficiente y justificaba todo nuestro empeño. Más tarde nos enteramos que las reivindicaciones eran una mayor participación de los alumnos en las decisiones de los centros y el rechazo a unas tasas universitarias que habían incrementado un disparate el tanto por ciento. Yo creo que por aquel entonces, se reivindicaba todo, y no solo en el ámbito universitario. Era una época de lucha, de protestas y de injusticias, y nosotros que apenas contaríamos con unos quince o dieciseis años no podríamos mantenernos al márgen por nada del mundo.

   Algunos de esos compañeros que en el patio nos miraban de manera recelosa, fueron con algunos de los panfletos al director, Don Emilio, un señor recto de los de toda la vida y que creo que al leerlo según nos contaron montó en cólera y convocó una reunión urgente con algunos profesores y el jefe de estudios. Entre todos decidieron convocar una asamblea de padres en el salón de actos para informarle de nuestras intenciones de asistir a la huelga que se habia convocado a nivel nacional. Nos vimos obligados a comunicarle a nuestros padres que debían asistir a la reunión. A nosotros no nos dejaron asistir, tampoco hacía mucha falta ya que imaginamos lo que allí se decidiría.

   Recuerdo que en el viaje de vuelta, íbamos otro compañero y yo con nuestros respectivos en el coche e intentaron disuadirnos de la locura de faltar a clase ese día, ya que nos pondrían una falta de disciplina a todo aquel que no asistiera sin motivo justificado y que podría incidir en nuestras notas al final del trimestre. Se montó un gran debate. Eran nuestros padres, desinformados totalmente de la actualidad que reinaba en el país y perfectamente alineados con los profesores, y nosotros, empeñados en la justicia de nuestras reivindicaciones y sobre todo de hacer valer nuestros derechos como alumnos de la incipiente estrenada democracia que éramos, pero sobre todo se trataba de nuestra capacidad de decisión, de levantar nuestra voz por primera vez o tal vez de sentir por una vez la palabra libertad soplándonos en nuestro cogote. No sabría explicarlo bien, eran una sensaciones nuevas que estaba empezando a vivir y que por nada en el mundo quería dejar la oportunidad de sentir.

   El día de la huelga, todos asistimos al instituto como cualquier día, y una vez sonó la sirena, muchos compañeros se metieron a clase, seguramente asustados por las amenazas de los directores y padres;   muchos otros nos quedamos en el patio, organizamos una asamblea que ni siquiera llegamos a comenzar ya que enseguida apareció el conserje para echarnos de allí, o entrábamos a clase o allí no podíamos estar. Ya nos enteramos que habíán pasado lista en todas las clases y que en nuestro expediente figuraba con letras remarcadas la famosa falta de disciplina desde aquel mismo momento. Creo que la cosa estuvo bastante igualada, mitad y mitad. Nosotros, hicimos una asamblea en una calle adyacente donde exponíamos todas nuestras razones, y después nos fuimos a tomarnos unos vinos al Bar España. El resto de la jornada, estuvimos haciendo el vago por las calles, nos fuimos de futbolines y de paseos hasta la hora de salida de clase que teníamos que coger el autobús de regreso a casa.

     Aquello pasó.  La verdad es que no recuerdo muy bien si se consiguió que bajaran las tasas, seguramente no, pero de lo que sí me acuerdo es que por la noche en el telediario sacaron la noticia de la huelga que había habido en todo el país, y bueno, mientras la oía, la verdad es que me sentí orgulloso de ser uno de ellos. Mi madre me miraba de forma rara, pero yo estaba a otras cosas. La verdad, es que al día siguiente, al regresar al instituto, me sentía bien. Y no sabría muy bien decir porqué.

   A las dos semanas, iniciamos otra huelga, pero esta ya más pequeña. Todos los de mi clase, nos negamos a asistir hasta que no nos pusieran una estufa dentro, ya que el frío era insoportable, y al igual que los despachos del director y del jefe de estudios tenían estufa, exigimos que le dieran alguna solución o nos negábamos a asistir a clase. A nuestra clase, se sumaron otras, y por fín, obtuvimos la promesa de que en breve se colocarían estufas en todas las aulas. Ésta última huelga fué secundada por casi un ochenta por ciento de la clase, siempre hay quien no la sigue, pero bueno, ya contábamos antes de hablarlo con ello. No nos importó, creíamos que era justo lo que estábamos pidiendo, y así lo hicimos. El invierno siguiente, no pasamos tanto frío.

sábado, 10 de noviembre de 2012

LA HIPOTECA DE LA VERGÜENZA

    
      La culpa no es del sistema financiero, ni de unas leyes desfasadas, unos políticos autistas y alejados de la realidad,  de unos jueces lavándose las manos a diario o de unos medios de comunicación untados hasta el gaznate, sería un error pensar eso ya que nos conduciría a un camino sin retorno y retroalimentado en el tiempo por la propia mierda que los sustentan, la culpa es de un sistema podrido hasta la náusea en el que todos hemos metido el hocico hasta narcotizarnos, en el que hemos colaborado y lo seguimos haciendo con una demagogia inusual, resignación de perdedores o cobardías subsidiarias donde nos hemos acostumbrado demasiado a agachar la cabeza, miedo a los listos de turno que enseguida cuando te terminen de leer se apresurarán a velar tu indignación con una chufla verdulera haciéndote pensar en lo inepta e inservible de tu actitud, casi se reirán de ti o acudirán al recurrente ya estamos bastante jodidos como para tener que pararme a pensar un poco en toda esta mierda. Somos parte del sistema, y como tal, espíritus podridos y cobardes incapaces de dar un paso hacia adelante aunque solo sea escribiendo cuatro pijadas donde sueltes tu adrenalina para que cuatro locos ingenuos te lean y piensen lo mal que desvarías
     
 Ayer, el suicidio de Amaia Egaña movilizó las conciencias de millones de ciudadanos. Una noticia más de las muchas que desgraciadamente inundan nuestras pantallas o  portadas, y como tal un suceso más que añadir, solo un número, y de nuevo y sin querer de vuelta a la podredumbre canibalesca  donde convertimos la vida de un ser humano en solo un nombre, un hecho, un dato,  un acto o que más nos da cuando habitamos en la inmundicia y en el terrorismo de la simpleza donde todo enseguida se tapa con la misma mierda que nos cubre y nos sirve de lecho. Oír gritar a la gente desde lo más dentro su impotencia, leer la indignación y escuchar la rabia de muchas de esas personas que se sentían incapaces de hacer algo. Demasiado tarde. Ella utilizó el último recurso que le quedaba, el de su propia libertad, aquel al que Plinio llamaba como el don más preciado que Dios le había dado al hombre de entre todas las miserias de la vida. Utilizó la válvula de la desesperación, aquella que te arrebata tu psique o te enajena del sufrimiento y te libera del yugo de la presión que esta maldita crisis ha estado posiblemente atormentándola durante meses. Toda una vida. El sueño de toda una vida que se diluye cuando oyes sonar el maldito timbre de la injusticia.

   Amaia no era un número, ni el uno ni el dos ni el tres, ni siquiera el número cuatrocientos mil de los que llevamos hasta ahora, Amaia era el espejo en el que ayer nos vimos reflejados millones de ciudadanos que hasta ahora hemos permanecido impasibles, ayer cayó sobre nosotros un jarro de agua helada que nos tendría que servir para reaccionar ante toda esta basura que nos envuelve. Y no, no deberíamos aceptar las liturgias oportunistas de que  ahora hay que empezar a hablar para solucionar un problema, al menos no ahora sin Amaia. Es de cobardes oportunistas llorar la mierda de los demás cuando vivimos protegidos por una capa impermeable que nos inmuniza y nos separa de quienes tenemos la obligación de defender. Es de rastreros incompetentes el estar esperando a que Amaia haya tomado la peor decisión de su vida para ponernos a trabajar en un problema que se lleva denunciando desde hace cinco años y que se ha cobrado casi medio millón de familias. El nombre de Amaia debería martillear el resto de los días sobre los oídos de una sociedad autista y cobarde que ha sido incapaz de ni siquiera frenar la pérdida de una vida, debería caer como chuzos sobre las conciencias de quienes con  sus tropelías lo han consentido y permitido.

   Lo peor de todo esto es el “tontismo” en el que nos hayamos inmersos y la incapacidad de querer hacer frente a la verdad de una puñetera vez y  a los sangrantes problemas que nos rodean a todos. Que nos tomen por tontos ya es el paradigma del cinismo en el que nos movemos, pero que se lo consintamos un día sí y otro también solo nos podría hablar de lo huérfanos que estamos y de lo inoperantes que parecemos, de lo débiles en que nos han convertido. Vivimos en el reino de la hipocresía y de la mentira donde un nuevo feudalismo político capa a sus anchas con el cuento de los reyes magos como bandera, tragando lo intragable y aguantando lo inaguantable, consintiendo que la mentira engorde a todo un país hasta el sonrojo de sentir en nuestras carnes nuestra propia vergüenza.

    El problema no es una ley hipotecaria caduca, ni la premura por su reforma ni su particular utilización, el problema es la merma de nuestros propios derechos con los que trafican y mercadean a su conveniencia, el problema es nuestro silencio y nuestro consentimiento, el problema es entrar en su juego chantajista bajo la amenaza de la inestabilidad de una cada vez más secuestrada democracia, el problema no es de hacer cosas, sino de exigirle hacerlas bien y justas,  no es un problema de números, es un problema de derechos, como el de una vivienda o un trabajo, es un problema de sensibilidad, pero también de firmeza, esa que a nosotros nos está faltando, claudicar hipotecando de por vida el futuro de nuestros hijos y de sus hijos, con nuestro silencio nos estamos convirtiendo en esclavos de por vida de una hipoteca que es mucho más que unos simples números o unos simples años,  es la hipoteca de nuestra conciencia.