“Exhausto y atemorizado, vuelve a su época y le cuenta la
historia a sus compañeros. Nadie cree en su historia, pero uno de los
tertulianos habituales vuelve el día siguiente y ve cómo el viajero toma
ciertas cosas y parte hacia el futuro.
Aquel hablante comenta que aquello ocurrió hace muchos años. Hoy en día, aún
espera al Viajero para preguntarle acerca de su nueva aventura…"
Treinta y cinco años sintetizados en tan solo unas palabras,
besos, saludos y cómplices miradas
salpicadas de nostalgia y envueltas de alegría. Cuando se produce un viaje de
éstos a través del tiempo apenas puedes articular palabra, los recuerdos te
ahogan y las imágenes adquieren una velocidad inusual, apenas existen minutos
para medir en unos cuántos sueños las pocas palabras que te salen. Te bloqueas
y apenas aciertas a ubicarte durante unas horas al lado de quien en otro tiempo
compartió tantas cosas contigo.
Deleite de imágenes
grabadas apenas perceptibles vuelan a la velocidad del vértigo y apenas
descansan durante unos minutos, imposible detenerlas, te superan y cuando
quieres echarle mano ya se han vuelto a escapar de nuevo. Así de efímero es el
tiempo.
En un momento de la noche alguien me dijo que aquella generación siempre había sido muy
especial. Mientras me lo decía noté
como le brillaban sus ojos, noté el temblor de sus manos al sentirse incapaz de
sostener en mi mirada todos aquellos recuerdos, sentí la fragilidad de su tono
ahogado en la emoción irremediable de echar la vista atrás, pero también
percibí la ilusión de haberlo vivido, de haber formado parte de ella y de estar
en ese momento compartiéndolo conmigo.
Por eso era especial, le dije.
No había sido el tiempo el causante de aquellas emociones
acaecidas… sino la vida. Que nos guardaba para una noche mágica todo su
contenido acumulado. Imposible de contar, apenas plausible retratar un “como te va”, el camino
trazado, las experiencias vividas. No
era importante, sino el saber que todos habíamos hecho por estar allí. Que
habíamos acudido con la llamada de los años
a la cita de la vida.
Nudos en la garganta mientras pasaban las fotografías de un
tiempo que jamás se quiso parar, risas, anécdotas, sentimientos que se quedaron
pequeñitos por la complicidad con que se había envuelto todo, el traslado a
otra época, las paredes encaladas o una verja sin candado, el olor a tiza,
antiguos profesores, las aulas abiertas
o fijarte sin querer en aquel compañero de al lado.
Eran miradas perdidas en el tiempo las que sobrevivieron a
aquella noche, un abrazo, una palabra y un recuerdo, el de haberlo vivido y
haber estado allí para ahora contarlo y compartirlo, para recordarlo. La de
direcciones que confluyen en un solo lugar, tiempo, todo el tiempo en un único
y preciso momento, como esas velas que arriban y se unen como dos manos
estrechadas en el reverso de una leyenda inútil de grabar, imposible de
olvidar. La de tumbos que habrá dado la vida, y sin embargo, estábamos allí.
Solo oía ecos, murmullos por doquier, sonrisas enajenadas,
encanto y desencanto por no poder volver,
a veces me salía a fumarme un cigarrillo intentando detener el tiempo,
cerraba la puerta tras de mí y ya había
alguien esperándome, sentía que la noche me lo impedía, una fuerza desconocida
que actuaba de forma inevitable e
irremediable me decía que no se podía cambiar. Solo era el destino. Un
punto de llegada.
Al llegar a casa noté algo en el bolsillo de mi chaqueta; en el silencio de la noche y mientras aún retumbaban en mis oídos aquellas
sonrisas repletas de complicidad,
aquellos gestos de cariño, lo leí. Sabio
no es aquel que lo sabe todo y enseña pero entre todos me enseñaron algo más que a dejar
de lado mi edad o mis problemas por unas horas, me ayudaron a recordar.
He de decir que yo también
aprendí mucho durante aquellas horas, aprendí que a pesar del tiempo y de la
distancia, todos los que aquella noche estaban allí, seguían siendo mis amigos.