Recuerdo aquellos veranos cuando me embarcaba, aquellas horas de travesía sentado en la popa mientras todos los demás estaban a la proa del barco platicando para matar el tiempo. Me recuerdo sentado en el paño de estribor encima de los corchos y viendo la estela del barco espumar el rastro que su paso iba dejando, alejarse la costa y quedar rodeado de mar, recuerdo las gaviotas que se iban quedando atrás como no queriendo seguirnos, recuerdo los pequeños botes que se quedaban inmóviles mientras sus gentes se despedían y amables siempre agitaban sus manos diciéndonos adiós.
Cosas que quizás en su momento fueran importantes y que quedaron atrás sobrepasadas por esa velocidad de crucero que es la propia vida, como siendo incapaces de seguir el ritmo que ese acostumbrado motor te había marcado, me pongo a pensar y me asusto a veces de la grandeza de aquel buque que a pesar de las inclemencias, de temporales, del tiempo seguía fiel a su rumbo sin importarle mucho lo que iba dejando atrás. Miraba y lo veía todo alejarse, la sensación de ir hacia delante por momentos me entristecían y ver esas pequeñas cosas caer al mar y ser tragadas por su inmensidad me asolaban momentáneamente sin remedio y la impotencia de pensar que ya no las iba a ver más te sumía en una despedida fugaz y espontánea.
Pronto me olvidaba de aquellas cosas y de vez en cuando me asomaba a babor y veía la proa cortar el mar y balancearse el barco a través de las olas para ir avanzando hacia un horizonte desconocido, miraba a lo lejos y solo veía cielo y mar, miraba atrás y el grisáceo de la costa se iba difuminando poco a poco, miraba a mi alrededor y me veía allí, rodeado de jarcias y plomos, de baldes, olía a tabaco y a gasoil y de vez en cuando unas gotas se posaban sobre mi rostro mientras el viento cortado por el mismo barco soplaba mi cuerpo y lo sentía penetrar en mí como envalentonándome y aconsejándome a que me preparara para lo que pudiera pasar.
Que pocos metros me separaban de proa, y cuando me acercaba a ella y me asomaba por la misma borda, y veía la quilla cortar el agua, a veces acompañados por una pareja de delfines que nos escoltaban unas millas jugando para luego con lo que parecía una sonrisa abrirse por sus costados y quedarse por allí. Asomarme a ver las profundidades que apenas me daba tiempo sino a retener un azul intenso lleno de burbujas cortante y chispeante con un sonido maravilloso o cuando alzaba la vista y veía aquella inmensidad de nada pero decididos nos íbamos acercando a ella, la sensación de seguir hacia delante, hacia un destino desconocido, hacia un objetivo incierto, era contraria a lo que había dejado atrás.

Pero no podíamos hacer nada, solo esperar, y disfrutar de la travesía, mirábamos esa proa con esperanza y en el fondo siempre sabíamos que a algún punto nos dirigíamos, quizás a recoger otras cosas, otras nuevas vivencias o experiencias que nos esperaban al final de ese trayecto. Cosas quizás importantes, que quien sabe nunca nadie si algún día tuviésemos que dejarlas a popa y que se las engullera el mar, porque quizás algún día tuviésemos que cambiar el rumbo.
El momento es eterno en ese instante que solo navegas, piensas y piensas, y quizás el mar y el cielo al ser tan inmensos no te permitan soñar mucho más allá de tu simple proa. Esa que siempre navega hacia delante.
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