viernes, 21 de octubre de 2011

LA RUTINA DEL AUTOBÚS

   Solía levantarme muy temprano, sobre las cinco para repasar aquello que había dejado el día anterior, al menos  leerlo era la consigna. Encendía la luz de la mesita, y en la misma cama abría el libro. Empezaba a leer, con mucho trabajo. Cuando me daba cuenta, y casi sin querer, me veía de nuevo leyendo lo mismo que un rato antes, tenía la sensación de que no avanzaba y de que siempre estaba en el mismo párrafo que ya había leído antes. No sé si el que se te cerrasen los ojos serviría para al menos la primera parte se te quedase bien grabada. Lo que sí recuerdo es cuando faltaba poco ya para que sonase el despertador, leerme casi las dos terceras partes que quedaban de un tirón. Y así, casi todos los días. 

No sonaba, antes de que lo hiciese, ya lo había parado yo. Me vestía fresco, me lavaba la cara mientras el vaso de leche se calentaba en la cocina de gas. Siempre el mismo pensamiento en ese momento, durante el trayecto tenía que volver a leérmelo de nuevo. Cogía los libros que ese día tocaban, entonces no llevábamos cartera, ni macuto, solo los tres o cuatro libros obligatorios que necesitabas, el cuaderno grande, y el boli en cualquier bolsillo, o entre los mismos libros. Beberte la leche y echar la última mirada al reloj, salir y tras apagar la luz, sentir esa bocanada de aire fresco de frío invierno azotar tu cara, soplar y emprender camino abajo hasta la parada.

Como matemática pura, íbamos llegando al sitio, un portal frente al puerto donde veíamos entrar los barcos seguidos de su séquito de gaviotas, y el sol anaranjado empezaba a subir al fondo, siempre la misma estampa un día y otro día. Cuando llegaba, siempre me encontraba al mismo, siempre el mismo, era como un ritual, siempre, por mucho que corriese, por muy temprano que me levantase cuando llegaba siempre estaba él. Luego iban llegando como por orden, siempre la misma. Y al final, el último, el que siempre llegaba cuando el autobús ya casi empezaba a iniciar su marcha, también el mismo. No fallaba ningún día.

 Con caras somnolientas apenas cruzábamos palabra, si acaso la rutina de si te sabes el examen, si te has dejado alguna pregunta de los deberes sin contestar, entremezclados con el consiguiente vaya rollo o qué sueño de siempre. Al oir el ruido del autobús, inconfundible, entre el silencio de la mañana, nos apresurábamos hacia él, los mismos sitios de siempre, y a la espera de la siguiente parada donde terminábamos de recoger a los demás, hasta completar el autobús. Parábamos diez minutos, seguimos el ritual, en el mismo sitio, y veíamos desde nuestros asientos ir apareciendo uno a uno, una a una, todos los compañeros, las cabezas pasar por debajo de las ventanillas y subir las escalerillas hasta que poco a poco todo el puzzle de asientos se iba rellenando.   

  Pocas palabras, Radio Nacional y la crisis de Irán de fondo con la expulsión del  Sha  Palevi, y las revueltas,  nuevos decretos ley y la música de Battiato de vez en cuando en alguna pausa. Cuando reanudábamos la marcha, y ya con el compañero o la compañera al lado, las primeras impresiones de cómo lo llevábamos, los últimos libros sobre la bandeja de arriba y todo el mundo en su sitio. El viaje de ida, siempre solía ser bastante silencioso. Casi todos con los libros abiertos sobre las piernas, cara grave y ojos forzados mientras observábamos los mismos pinos, los mismos cipreses, los mismos paisajes de día anterior. Ya teníamos calculado el tiempo que restaba de acuerdo al lugar que recorríamos o que nos encontrábamos, eran como señales, esa curva y quedan quince minutos. No importaba, aunque al final, siempre salíamos con precisión suiza, corriésemos más, corriésemos menos, tuviésemos algún percance, pilláramos algún camión lento delante….. siempre llegábamos a la misma hora. A menos cinco.
Los lunes, miércoles y viernes salíamos más tarde, los martes y jueves, cuarenta y cinco minutos más temprano. El viaje de vuelta, cada día, siempre era diferente. El murmullo en el autobús era ensordecedor, las bromas, los chascarrillos, las voces, las risas…. Todo era diferente al viaje de la mañana. Nadie se acordaba del examen o de la lección, o de los deberes del día siguiente, era como una tregua que nos tomábamos hasta que de nuevo llegásemos a casa y nos pusiéramos a pensar en lo que había que estudiar.

Ese viaje de vuelta era distinto, estábamos relajados, contentos de volver a casa, y aunque ya llegábamos de noche, aprovechábamos esos cuarenta minutos al máximo. Quedábamos, hacíamos planes, hablábamos, y cantábamos. Siempre las mismas canciones, la misma alegría, la misma juerga, y las mismas ganas de gritar. Fandangos o Libertad sin ira, brotaban desde nuestras gargantas al unísono, llegando a veces hasta emocionarnos, cincuenta gargantas en un solo compás, quién  lo hacía bien, por quién lo hacia peor, aquello era precioso, no solo por la invitación a pensar y a gritar, sino la sensación de compañía, de camaradería, de compañerismo que te generaba. Como si todos emprendiésemos al unísono el mismo camino, el de vuelta, subidos a la misma canción.

 De vuelta a casa, cansados, una vuelta, la cena delante del televisor, subirte con los libros, encender el  flexo, leer, pensar, la foto enfrente sin la que no te puedes concentrar, subrayar, mirar el reloj, la música de fondo, dormir y poner el despertador de nuevo a las cinco.

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