martes, 27 de septiembre de 2011

LA CUARTA PUERTA



   Nunca hasta ese momento se había parado a pensar porqué no había funcionado. En realidad eran dos desconocidos conviviendo bajo el mismo techo. Nunca se habían contado nada de lo que supusiese traspasar la barrera de lo íntimo,  ni de sentimientos, se encontraban bien pero el silencio cuando les unía terminaba estallando cuando se decidían a iniciar una conversación, a comunicarse. Quizás se habían acostumbrado, o quizás la falta de ilusión les hacía verlo todo de manera previsible. Creía que le conocía bien, y pensaba que él a ella también. Tuvo que pasar el tiempo para dudar, de si no había estado equivocada todo ese tiempo. Tras su marcha, ha sido cuando se ha dado cuenta de su propio error, no le conocía bien porque ella misma no se conocía, nadaba en un mar de dudas no acertando en los muchos años en que convivieron a saber ciertamente que era lo que quería.
 
Algo no iba bien, y no le hacía sentirse cómoda. Funcionaba como vegetal con movimientos calculados y frases esperadas, no había ese calor, esa intriga de emoción que te hiciese saltar o al menos pensar, dejó que su cuerpo se adueñara de vagas costumbres, dejó que pasaran los días, los meses, los años cristalizando en inertes sus emociones, como si la resignación de algo inevitable fuese irreversible. Era extraño, porque justo ahora que lo había perdido no pensaba igual. Se había despertado muchas noches pensando si se habría perdido algo de bueno en ella con su marcha, si habría perdido una oportunidad de saber realmente con quien convivía.

 Todos los días giraban alrededor de las noches, se sentía emocionada y extrañamente ilusionada, deseaba que llegara la hora para hablar con él, se habían acercado lo suficiente como para deducir que ambos estaban mintiéndose, que había algo opaco en sus conversaciones, que algo faltaba, pero no era aquello que faltaba lo que le preocupaba, justo al traspasar la línea de lo meramente anecdótico era cuando se sumergía en ese mundo idealizado de la felicidad, de haber encontrado por fín la horma del zapato que suponía había estado buscando toda su vida, el cielo y el entorno era idílico mientras permaneciese en esa mente sin atreverse a traspasar la puerta de su propia imaginación. Profundizaban en sus deseos, y abría los ojos pensando e imaginando en todo aquello que nunca llevó a cabo, pero al leérselo de sus palabras cada noche le parecía ver la luz y pensaba que existía. Que lo tenía cerca, muy cerca, justo al otro lado del ordenador.

Creía que se estaba dejando llevar por una curiosidad que le estaba haciendo funcionar de otra manera. Se arreglaba para hablar por el ordenador, le daba un vuelco cada vez que su nombre aparecía en la pantalla, se tranquilizaba al oir el teclado y ver aparecer sus palabras, y soñaba. Se dejaba llevar por un vuelo desconocido que ni siquiera se había atrevido a preguntarse hacia donde le llevaba. Nada le importaba, apenas ya salía, pasaban las horas, las noches muertas hablándose, contándose cosas, hablaban de pasado, bebían del presente y cerraban los ojos imaginándose el futuro. Se quedó atrapada y prisionera de su nuevo presente, pero esta vez no estaba sola, alguien le hacía compañía, y nunca se había sentido más acompañada.

Por un momento, pensó que estaba empezando a enamorarse, a sentir algo por aquel desconocido que ni siquiera sabía como se llamaba, que no sabía como era, ni sabía donde vivía, ni a lo que se dedicaba, solo sabía que sus pensamientos se transmitían hacia dentro como queriéndose quedar para siempre, como si lo otro fuese secundario, quizás la nostalgia les hubiese unido o una casualidad inventada de un momento malo les hubiese abierto la puerta de algo bonito, de algo que sin darse cuenta andaba buscando.

Pasaron las semanas, y lo inevitable se acercaba. Habían estado rondando durante muchos días la línea imaginaria que separa la virtualidad de sus sueños de la realidad. Se palpaba en las conversaciones el siguiente paso, pero ninguno de los dos se atrevía. Será hoy, quizás la semana que viene, había algo que les frenaba a los dos, quizás fuese miedo, temor a que aquello que había empezado a nacer se rompiese, miedo a que aquel encanto, aquella vida que había brotado desde esa pantalla explotase como el globo de un niño, y no tuviese marcha atrás. Quizás fuese cobardía. La inquietud empezó a abrirse brecha en las conversaciones. Ya no parecían tan trascendentes, sino que habían bajado a la tierra y se habían impregnado de urgencia, de deseo, de inmediatez, los dos sabían que habían traspasado la línea.

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